Las
instrucciones del Gran Jefe fueron claras y muy precisas: Junto al árbol del
conocimiento antes de atardecer.
Cuando
llegué ya había un buen número de amigos esperando. Aún se podían ver motitas
de polvo blanco en el cielo. La luna parecía sorprendida observando aquella
peculiar e inesperada reunión. Y como siempre ninguno lográbamos entendernos
bien entre graznidos, ladridos, cacareos
o aullidos. Una auténtica Torre de Babel animal. Un nuevo desafío para el
Gran Jefe que ya no sabía cómo hacer para que nos entendiésemos todos.
Rocinante
parecía cansado. Platero hablaba con Rucio sobre la bajada de los tipos de
interés y cómo les afectaría. El gato de Cheshire charlaba animadamente con
Bagheera sobre el famoso espejo y dónde podría estar ahora la reina de
corazones. Baloo por su parte discutía con Winnie the Pooh una vez más sobre
quién debía llevarse la miel. El pobre Aslan intentaba poner algo de orden y
sentido entre tanta confusión aunque sin mucho éxito.
Los
últimos rayos de sol dejaban poco a poco de dar sombra en el descampado junto
al árbol. La espera se hacía cada vez más intensa e insoportable. El
nerviosismo aumentaba. El Gran Jefe no aparecía. Llegaba con retraso una vez
más.
- Si sabe de antemano que va a llegar tarde, ¿para qué nos cita tan pronto? – se quejaba el astuto zorro a quien un príncipe esperaba para su viaje interplanetario.
- Es la última vez que vengo a estas reuniones – prometía con la boca pequeña el lobo feroz mientras los tres cerditos asentían sin rechistar.
- Voy a perder la hora del vuelo.
Las
quejas del patito feo no eran indiferentes y llegaron a oídos del cuervo que
desapareció entre las nubes para buscar al Gran Jefe. A su rebufo surcó también
los cielos Juan Salvador Gaviota que consumió su paciencia soportando las
quejas del grillo parlante.
Y
en medio de todo Sombragrís permanecía atento a todo lo que ocurría, escrutando
y vigilando a sus buenos amigos de letras para evitar nuevas revueltas.
De
repente se escucharon sonidos de trompetas. Era la señal. El Gran Jefe se
acercaba a paso lento. Todos se dispusieron a un lado y otro de la tierra
haciendo un pasillo triunfal. Napoleón apareció por fin tan gruñón y
malhumorado como siempre. Sus pezuñas iban dejando la efímera huella de un
líder en horas bajas, con mucha menos popularidad y afecto, criticado por
muchos y puesto en tela de juicio por todos. Quizá había llegado el momento de
anunciar su renuncia, cediendo el testigo a otro. Quizá nos haya convocado para
regañarnos y avisarnos como otras veces, o para poner en marcha y activar de
una vez esa famosa revolución de cuatro patas y diez picos por la que lleva
luchando desde siempre. ¿Quién sabe? Napoleón es una enorme caja de sorpresas. Nadie
nunca sabe qué va a decir y cómo va a decirlo.
Todos
reunidos en torno a él bajo el árbol del conocimiento escuchamos atentamente
sus primeras palabras:
- Compañeros animales, un saludo para todos, también para los que no han venido o no han querido venir a este encuentro nuestro. Os abrazo a todos con el espíritu de los acentos y de las letras gracias al cual existimos y nos conocen a todos.
Y a continuación llegó la gran sorpresa que ninguno esperaba:
- Creo y confío mucho en todos vosotros. He leído vuestras historias desde pequeño. Os tengo a muchos por auténtica familia. Sois parte de mi vida como yo lo soy de la vuestra. Y esta familia de las letras debe crecer, multiplicarse y traer nuevos miembros a sus fiestas. Sólo así podremos sobrevivir en las almas de los humanos para no desaparecer. Sólo así nos recordarán como lo que somos. Y por ello os quiero presentar a todos un nuevo miembro de esta nuestra familia especial: el avicornio, al cual encontré en uno de mis últimos viajes en las hermosas sierras de un lugar que tu creador creo que conoce muy bien querido amigo Rocinante. Ha llegado para ser uno más como nosotros. Está aquí hoy y ahora para que le demos la bienvenida y el calor que se merece.
Todos emitimos gozosos nuestros mejores sonidos en una sinfonía de ruidos que quedó para la historia de nuestras reuniones.
Yo me acerqué al avicornio. Tenía alas, patas y un llamativo cuerno en la cabeza. Le saludé me presenté: - Soy el conejo blanco del tiempo. Él, moviendo las alas con efusividad, me contestó: - Yo soy el avicornio, pero me puedes llamar avi, y creo que este parece el principio de una buena y duradera amistad…