miércoles, 21 de julio de 2021

El hado del verano

¿Verano? ¿A quién le gusta el verano? ¿En serio que se dejan engañar por la confusa melodía de esa sufrida estación? Calor, agobio, sudor... Creo que con eso sería suficiente, pero si quieren algo más: vacaciones, insomnio, tiempo libre... ¿Se convencen mejor ahora o siguen adorando al dios verano? A mí donde esté su buen invierno con su buen nevazo, su frío helador para arroparte hasta las orejas, sus buenos cocidos y la lectura sana junto a la chimenea que se quiten todos esos paraísos de playas exóticas y aguas cristalinas. Me río yo del verano donde haya un buen invierno.

O eso pensaba. Lo creí firmemente como un dogma sin discusión. Lo acepté para mi vida como un credo divino, pero fue así hasta aquel mes de agosto del 92 (encima eso). El año de la Expo de Sevilla y de las Olimpiadas de Barceeeloooonaaa para mí se fue convirtiendo en la gran prueba de mi vida, sí, pero también en el mejor de todos los veranos del mundo y de la historia. ¿Queréis saber por qué? Pues os lo voy a contar tal y como lo sentí y lo viví.

En agosto del 92 pasé a regañadientes quince días en un sitio con playa. ¿Qué bien, no? Pues para mí fue todo lo contrario. No me gusta la arena. Acabas todo embadurnado de ella y tienes que mojarte una y mil veces para quitártela. ¡Cuántas veces habré dormido con arena en alguna parte del cuerpo! Lo único bueno de las playas es el sonido relajante y medicinal de las olas. Es como si el espíritu del mar se meciera en una sinfonía de ensueño que a mí personalmente me relajaba hasta el punto de quedarme dormido bajo la sombrilla. Daba igual que hubiese gente alrededor hablando o niños jugando. Me quedaba dormido en un santiamén, pero al despertar estaba lleno, pero llenito de arena y no tenía más remedio que atravesar, no sin alguna que otra dificultad, esa barrera de algas y piedras para lavarme y quitármela toda.

Pues resulta que una noche salí con mis padres y mi hermano a dar un paseo playero a la luz de la luna. La luna… Aquel lugar tan misterioso que contemplaba algo asombrado. ¡Quién sabe lo que nos queda por descubrir! Estaba yo absorto con lo poco que se podía ver aquella noche de nuestro satélite cuando alguien toca mi hombro y me dice: - Bonita, ¿verdad? Yo me giro curioso (menudas confianzas) y la boca se me abre embobada cuando contemplo asombrado que quien me había llamado era un ser risueño y pizpireto, algo así como un hada de la noche que me embrujó desde aquel momento. Sin saber muy bien cómo reaccionar ni responderle me limité a mover la cabeza en gesto de afirmación, y desapareció de repente.

Me quedé acongojado y pensé por un momento que me lo había imaginado cuando escuché la voz de mi madre: - Vamos, Juan, ¿qué haces ahí? ¡Venga, hijo, que siempre tenemos que parar por ti!

Cogimos un helado en uno de esos chiringuitos a pie de paseo playero. A mí me gusta el de chocolate, cómo no (no sé qué sería de mi vida sin chocolate), pero no tenían, así que me tuve que conformar con uno de tutti frutti que no es que me gustara mucho pero siempre era mejor que nada.

De vuelta al apartamento volví a sentir algo en el hombro y una vocecita que pedía un poco de helado. El mismo ser otra vez. De nuevo no supe cómo reaccionar y alargué el brazo para ofrecerle el helado. Se tomó un buen trozo y después de darme las gracias desapareció sin más. Eso ya me mosqueó un poco, la verdad. Llegaba, me tocaba y se iba. Me llamaba y desaparecía. ¿A qué estaba jugando? ¿Quién se creía que era para tratarme así? Con ese pensamiento me acosté esperando que apareciera de nuevo al día siguiente para ajustarle un poco las cuentas. Pero no hizo falta. Cuando dormía profundamente, cuando más a gusto estaba, se me apareció en sueños y me habló de nuevo: - Soy uno de los hados padrinos de la vida y te acompaño en tu camino.

Yo, algo atontado, le contesté entre sueños: - ¿Hado padrino de la vida? ¡Tú flipas hombre! ¡Si eso no existe!

- ¡Ay, Juan, Juanito, cuánto te queda por aprender del mundo y de la vida! A cada persona que nace se le asigna un hada o un hado padrino desde el más allá que algunos pierden porque dejan de creer en la vida. Yo sé que tú sí que crees en ella tanto que me vas a tener siempre a tu lado aunque no quieras. Yo sé que amas tanto la vida como al chocolate o a un buen invierno.

El sonido de su voz era tan dulce que me volví a dormir rápidamente. Al día siguiente no recordé nada de aquello. Lo que sucedió después fue increíble. El resto de aquel verano fue inolvidable. Fui feliz, realmente feliz. Y me empezó a gustar el calor y el insomnio (cuántos libros pude leer aquellas semanas) y el tiempo libre y el sudor. Y ya hasta jugaba con la arena sin pensar que iba a dormir plagado de ella. En realidad no sé todavía que fue lo que pasó pero todo cambió. Me dio mucha pena acabar las vacaciones y deseé con todas mis fuerzas que pasara pronto el tiempo para que volviera el verano. Así fue como pasé el mejor verano de mi vida, entre sueño y sueño, entre playa y arena, entre helados y estrellas que lucían como nunca.

El próximo día siete de agosto cumpliré cien años. He pedido a mi familia que regresemos a esa playa para poder observar la luna de nuevo y que se aparezca aquel hado padrino tan sólo una vez más para hablar con él. Ese seguro va a ser el segundo mejor verano de mi vida.


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